domingo, 9 de agosto de 2020

LECCIÓN 13. ¿Cómo será la resurrección de los muertos?




La lección pasada concluye con una idea totalmente nueva para la mayoría de los cristianos: “Dios no condena a nadie, es el mismo hombre quien decide su destino”.

 Así las cosas, en la Parusía Dios no viene a condenar a juzgar porque el ser humano es un ser absoluto, con la capacidad de definir el rumbo de su vida. Mas bien, el Dios de Jesucristo que respeta la libertad que Él mismo otorgó al  hombre le propone y no impone el camino a para alcanzar la salvación; un ideal no sustentado en ideologías o personajes transitorios sino en una relación con su Hijo Jesús que es luz para guiar la libertad humana.

 La suerte al final de los tiempos se determina por dos condiciones que la Sagrada Escritura enseña:

 1)    La aceptación de la Palabra (Jesucristo).

 “Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.  El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3, 17-19).

 2)    El ejercicio de la caridad.

 Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria y acompañado de todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos en cambio a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme». Entonces le responderán los justos: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?» Y el Rey, en respuesta, les dirá: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis». Entonces dirá a los que estén a la izquierda: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles: porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber;  era peregrino y no me acogisteis; estaba desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis». Entonces le replicarán también ellos: «Señor, ¿cuándo te responderá: «En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo. Y éstos irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna» (Mt 25, 31-46).



 En el evangelio de Juan presenta la cuestión juicio crisis e incredulidad y en el caso de Mateo parte de la dimensión del amor o desamor, aspectos no contradictorios sino complementarios por cuanto la autenticidad de la fe parte de contemplar a Cristo en el prójimo, no es posible afirmar que se tiene fe si no considera también el dolor de los demás. Siendo que el otro no es aquel que uno escoge, la atención debe orientarse en el anónimo, el no conocido, como bien lo expresa Jesús en la parábola del “Buen Samaritano”, atender incluso al que se considera enemigo.

 
La manifestación del Señor glorioso requiere reconocerlo en al figura del siervo doliente, la actividad caritativa del cristiano no radica en la mera filantropía sino como necesidad espiritual, la gloria de Dios se contempla desde el que sufre pues si no se reconoce a Dios en su debilidad histórica y de siervo tampoco se le reconocerá en la majestuosidad.
 
El juicio crisis de cada uno no es algo que Dios emite, es lo que el creyente construye a partir de su relación con Jesús manifestado en el sufriente. Dios es simplemente el testigo de los actos del hombre pero son estos actos lo que determinan el juicio de cada uno. La importancia de prestar atención al otro lo deja de manifiesto el magisterio de la Iglesia al afirmar que la salvación se alcanza en el ejercicio de la caridad e incluso pueden alcanzarla aquellos que obran con recto corazón:
 

A esta sociedad de la Iglesia están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan la totalidad de su organización y todos los medios de salvación establecidos en ella, y en su cuerpo visible están unidos con Cristo, el cual la rige mediante el Sumo Pontífice y los Obispos, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno y comunión eclesiástica. No se salva, sin embargo, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia «en cuerpo», mas no «en corazón». Pero no olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios, sino a una gracia singular de Cristo, a la que, si no responden con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad (LG 14).

 

 

Ni el mismo Dios está lejos de otros que buscan en sombras e imágenes al Dios desconocido, puesto que todos reciben de El la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Hch 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tm 2,4). Pues quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida (LG 16).

 

Repasando lo abordado en lecciones pasadas, en la Parusía se dan tres acontecimientos: el juicio, la resurrección de los muertos y la nueva creación. De los cuales el tema más intrincado es ¿cómo será la resurreción de los muertos?, asunto que ha generado herejías en la historia de la Iglesia.
Para empezar es imprescindible partir que resurección no es reanimación del cadáver, por tanto lo que sucedido Lázaro (Jn 11,1-45) y al hijo de la viuda de Naím (Lc 7, 11-17) no fue resurrección, en algún momento ellos morirían y la resurreción es pasar a un estado de no morir, superar la condición mortal.
 
Varios Padres de la Iglesia justificaban la resurrección como una manifestación del poder creador de Dios, ya que si pudo crear de la nada no tendrá problema en resucitar un muerto, cumpliendo el principio “el que puede lo más puede lo menos”. El problema surge con la posición al respecto de los gnósticos cristianos para quienes la materia es mal y por ello Dios no puede resucitar lo despreciable.
 
Los gnósticos no consideraban la resurrección de la carne, veían la resurrección como el paso a un nivel superior de conciencia, es necesario superar lo material y carnal, desprenderse de la sucia existencia, liberarse del cuerpo es necesario; por lo que les agrada la idea de separación alma-cuerpo al morir, piensan en la inmortalidad de las almas unida a la resurrección de los justos.
 





La respuesta de la Iglesia de acuerdo a la fe revelada expresa si Jesús resucitó tuvo primero que encarnarse, lo que salió del sepulcro no fue un fantasma, el fuerte mensaje de la tumba vacía es Dios quiere salvar la integridad del ser (un ser completo alma y cuerpo). Y he aquí que surge otro conflicto, si la salvación es para el ser humano completo, debe resucitar la persona en su totalidad, el mismo cuerpo que constituyó su vida en la tierra pues si fuera otro perdería su identidad.
 
De modo que Dios resucita aquello que permite al ser humano relacionarse, resucita lo corporal no la materia, es lo que afirmaba Orígenes. Sin embargo fue mal interpretado, espiritualizaron tanto su pensamiento al punto de llegar a admitir que no es necesaria la materia porque el cuerpo resucitado no la necesita. La influencia gnostica duró mucho tiempo, sus ideas se perciben en los símbolos de fe de la Iglesia


 


 
 
La expresión “resurrección de la carne” se utilizó para refutar el pensamiento gnóstico del “cuerpo espiritual” de clara concepción dualista, posteriormente el credo cambia por una expresión más integral aún, al profesar la “resurrección de los muertos”afirma que esta se hará en la carne en de cada persona.
 

  El Concilio XI de Toledo afirma:

 


En una realidad espiritual no puede surgir una corporalidad espiritual de modo espontáneo sino de la misma materia que ahora poseemos, debe reconformarse pero no visto como un mero cambio de piel. Una corporalidad en continuidad con la materia que ahora tenemos, la materialidad de esa corporalidad no puede ser identificada porque mañana la materia será diferente pero no así la corporalidad. Hay un elemento de continuidad entre la corporalidad material y la corporalidad espiritual. 

 

 

 

 

Preguntas que genera el tema:

 Si hay un juicio entonces debe haber una sentencia, Cuál es el papel de Dios es él quién emite la sentencia? Y si es el ser humano quien se condena a sí mismo ¿no será que por convicción crea que lo actuado está bien y se salve? Si Cristo es el modelo, entonces en el juicio alguien debe definir si la persona cumplió no no ese modelo, ¿o es que queda a la conciencia del hombre? ¿entonces será el juez el que emite sentencia?

 

 Fuentes complementarias:

 Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium”.

http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19641121_lumen-gentium_sp.html

 

Ratzinger, J. (2007). Escatología-La muerte y la vida eterna. España: Editorial Herder.

 


sábado, 1 de agosto de 2020

LECCIÓN 12. ¿Es Dios quien condena?





A la Parusía de Cristo se asocian tres acontecimientos:


El juicio, la resurrección de los muertos y la nueva creación.


Por lo general el término “juzgar” se asocia con una expresión judicial. En hebreo se utiliza la palabra “safat” que indica gobernar o juzgar, pero también la acción del soberano que discierne o separa entre lo malo y lo bueno, un acto que solo realiza Dios, no se trata de un proceso judicial sino de la intervención de Dios en la historia cuyo propósito es la salvación. Sin embargo, por ejemplo al interpretar la perícopa de Mt 25, 31-46, por influencia del pensamiento romano se le dio un énfasis condenatorio; pero en verdad la dimensión salvífica de separar se relaciona con la victoria definitiva de Cristo sobre los poderes hostiles que impiden la plenitud del ser humano, no tiene que ver con una cuestión moral de la persona lo que Cristo separa es aquello que impide el camino de plenitud al que está llamado el cristiano, esta intervención se le denomina juicio escatológico.





En la época medieval (siglos VI-XV) la palabra juicio se asoció al término “dies irae” (día de la ira), cuya máxima expresión artística es el fresco pintado por Miguel Ángel en el altar de  la Capilla Sixtina. La interpretación jurídica convirtió lo que era un momento de gozo en angustia e inseguridad en el juicio el individuo se encuentra con una sentencia y no con una acción de Dios que haga desaparecer el mal.




Lo anterior conlleva a que la expresión “Maranathá” deviniera en un moralismo, pues  la vida moral no está orientada por la libertad del ser humano sino por el miedo a ser juzgado, cayendo así en la esclavitud, ya no se le considera hijo de Dios sino esclavo y por tanto sus acciones no están en función de alcanzar la máxima estatura sino simplemente se limitan al miedo de no ser condenado.


Una correcta lectura teológica de la Parusía deja de lado el ajusticiamiento  y se presenta como el momento en que el mundo es llevado por Dios a la plenitud, que el mundo entre en un estado pleno significa que no es cambiante, y de ahí la importancia de como el cristiano conduzca su vida pues lo que Dios lleva a plenitud es un estado en conformidad con lo que en ese instante sea la intención de vida de la persona; es ahí donde se define el cielo o el infierno. Al santo lo define su intención de vida, su camino de esfuerzo por alcanzar la plenitud que Dios le ofrece; no es algo que se alcanza por lo moral sino por el perfeccionamiento en el amor, bien lo decía San Juan de la Cruz “ en el atardecer de nuestras vidas seremos juzgados en el amor”. Porque lo moral lleva a un estado de conformidad con uno mismo en función de aquello que hago el individuo se siente confiado y hasta “santo”, en cambio en el amor es diferente nunca es suficiente siempre se puede dar más y mejor, a eso está llamado el cristiano.


El Papa Francisco ha comenzado a erradicar del lenguaje eclesial la palabra “compromiso” cambiándola por “desafío”, ya que compromiso es lo que la persona puede hacer pero el desafío es algo que viene de Dios. Si la persona se limita a realizar solo a lo que se compromete de acuerdo a su comodidad cae fácilmente en la conformidad, y de ahí a sentirse satisfecho con lo que hace e incluso merecedor de algo; la Parusía invita a alcanzar la perfección en el amor no en lo moral (acciones escogidas), si el estado de la persona no ha sido el amor entonces la Parusía la llevará al no amor, y el no amor es estar apartado de Dios.


Siempre dentro del ámbito del juicio escatológico se enmarca la expresión “juicio crisis”, entendido como el estado que le espera al ser humano en virtud de su comportamiento intrahistórico. El Nuevo Testamento es contundente en esta afirmación, el juicio crisis tiene lugar durante la propia existencia del ser humano, su final depende del uso de su libertad personal; no se trata de una sentencia divina lo que salva o condena. Si bien el juicio final elimina los poderes hostiles que impiden la plenitud del hombre, el querer la plenitud depende de lo que el hombre decida; aquellos que han buscado el perfeccionamiento en camino lo alcanzarán. 


¿Qué diremos a esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?. El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas?¿Quién presentará acusación contra los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién condenará? ¿Cristo Jesús, el que murió, más aún, el que fue resucitado, el que además está a la derecha de Dios, el que está intercediendo por nosotros? (Rom 8, 31-34).


Y si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo. (Jn 12,47)


Estas dos perícopas muestran claramente que el plan de Dios es la salvación del ser humano, todo está dado para que sea así, sin embargo cada persona construye su estado definitivo es  el hombre y no Dios quien condena. Incluso el Vaticano II deja de manifiesto el alcance del plan divino, el amor de Dios y la vocación del hombre al exponer: 


Ni el mismo Dios está lejos de otros que buscan en sombras e imágenes al Dios desconocido, puesto que todos reciben de El la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Hch 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tm 2,4). Pues quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida. Pero con mucha frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se envilecieron con sus fantasías y trocaron la verdad de Dios en mentira, sirviendo a la criatura más bien que al Creador (cf. Rm 1,21 y 25), o, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, se exponen a la desesperación extrema. Por lo cual la Iglesia, acordándose del mandato del Señor, que dijo: «Predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), procura con gran solicitud fomentar las misiones para promover la gloria de Dios y la salvación de todos éstos. (LG 16).



En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona...

El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Ef 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del cuerpo (Rom 8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11). Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección.

Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual (GS22).

 

Por tanto, ni el Padre ni el Hijo procuran la condena del hombre, es más Dios no puede condenar pues es algo contrario a su esencia, Dios es amor. Decir que Dios condena es una aberración, si existe la condenación no es algo que venga de Dios sino por un acto libre del hombre.


Preguntas que genera el tema:


Si es el hombre quien define su condena, entonces ¿Dios no lleva "cuentas" lo que hace el ser humano?, ¿la salvación se obtiene por el deseo de estar junto a Dios y no por las acciones desarrolladas a lo largo de la vida? ¿Por qué nos empeñamos en encerrar a Dios bajo referentes humanos?


Referencias complementarias:



Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium”.

http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19641121_lumen-gentium_sp.html



Constitución pastoral “Gaudium et Spes” sobre la Iglesia en el mundo actual.

http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19651207_gaudium-et-spes_sp.html



LECCIÓN 13. ¿Cómo será la resurrección de los muertos?

La lección pasada concluye con una idea totalmente nueva para la mayoría de los cristianos: “Dios no condena a nadie, es el mismo hombre qui...