A la Parusía de Cristo se asocian tres acontecimientos:
El juicio, la resurrección de los muertos y la nueva creación.
Por lo general el término “juzgar” se asocia con una expresión judicial. En hebreo se utiliza la palabra “safat” que indica gobernar o juzgar, pero también la acción del soberano que discierne o separa entre lo malo y lo bueno, un acto que solo realiza Dios, no se trata de un proceso judicial sino de la intervención de Dios en la historia cuyo propósito es la salvación. Sin embargo, por ejemplo al interpretar la perícopa de Mt 25, 31-46, por influencia del pensamiento romano se le dio un énfasis condenatorio; pero en verdad la dimensión salvífica de separar se relaciona con la victoria definitiva de Cristo sobre los poderes hostiles que impiden la plenitud del ser humano, no tiene que ver con una cuestión moral de la persona lo que Cristo separa es aquello que impide el camino de plenitud al que está llamado el cristiano, esta intervención se le denomina juicio escatológico.
En la época medieval (siglos VI-XV) la palabra juicio se asoció al término “dies irae” (día de la ira), cuya máxima expresión artística es el fresco pintado por Miguel Ángel en el altar de la Capilla Sixtina. La interpretación jurídica convirtió lo que era un momento de gozo en angustia e inseguridad en el juicio el individuo se encuentra con una sentencia y no con una acción de Dios que haga desaparecer el mal.
Lo anterior conlleva a que la expresión “Maranathá” deviniera en un moralismo, pues la vida moral no está orientada por la libertad del ser humano sino por el miedo a ser juzgado, cayendo así en la esclavitud, ya no se le considera hijo de Dios sino esclavo y por tanto sus acciones no están en función de alcanzar la máxima estatura sino simplemente se limitan al miedo de no ser condenado.
Una correcta lectura teológica de la Parusía deja de lado el ajusticiamiento y se presenta como el momento en que el mundo es llevado por Dios a la plenitud, que el mundo entre en un estado pleno significa que no es cambiante, y de ahí la importancia de como el cristiano conduzca su vida pues lo que Dios lleva a plenitud es un estado en conformidad con lo que en ese instante sea la intención de vida de la persona; es ahí donde se define el cielo o el infierno. Al santo lo define su intención de vida, su camino de esfuerzo por alcanzar la plenitud que Dios le ofrece; no es algo que se alcanza por lo moral sino por el perfeccionamiento en el amor, bien lo decía San Juan de la Cruz “ en el atardecer de nuestras vidas seremos juzgados en el amor”. Porque lo moral lleva a un estado de conformidad con uno mismo en función de aquello que hago el individuo se siente confiado y hasta “santo”, en cambio en el amor es diferente nunca es suficiente siempre se puede dar más y mejor, a eso está llamado el cristiano.
El Papa Francisco ha comenzado a erradicar del lenguaje eclesial la palabra “compromiso” cambiándola por “desafío”, ya que compromiso es lo que la persona puede hacer pero el desafío es algo que viene de Dios. Si la persona se limita a realizar solo a lo que se compromete de acuerdo a su comodidad cae fácilmente en la conformidad, y de ahí a sentirse satisfecho con lo que hace e incluso merecedor de algo; la Parusía invita a alcanzar la perfección en el amor no en lo moral (acciones escogidas), si el estado de la persona no ha sido el amor entonces la Parusía la llevará al no amor, y el no amor es estar apartado de Dios.
Siempre dentro del ámbito del juicio escatológico se enmarca la expresión “juicio crisis”, entendido como el estado que le espera al ser humano en virtud de su comportamiento intrahistórico. El Nuevo Testamento es contundente en esta afirmación, el juicio crisis tiene lugar durante la propia existencia del ser humano, su final depende del uso de su libertad personal; no se trata de una sentencia divina lo que salva o condena. Si bien el juicio final elimina los poderes hostiles que impiden la plenitud del hombre, el querer la plenitud depende de lo que el hombre decida; aquellos que han buscado el perfeccionamiento en camino lo alcanzarán.
¿Qué diremos a esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?. El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas?¿Quién presentará acusación contra los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién condenará? ¿Cristo Jesús, el que murió, más aún, el que fue resucitado, el que además está a la derecha de Dios, el que está intercediendo por nosotros? (Rom 8, 31-34).
Y si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo. (Jn 12,47)
Estas dos perícopas muestran claramente que el plan de Dios es la salvación del ser humano, todo está dado para que sea así, sin embargo cada persona construye su estado definitivo es el hombre y no Dios quien condena. Incluso el Vaticano II deja de manifiesto el alcance del plan divino, el amor de Dios y la vocación del hombre al exponer:
Ni el mismo Dios está lejos de otros que buscan en sombras e imágenes al Dios desconocido, puesto que todos reciben de El la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Hch 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tm 2,4). Pues quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida. Pero con mucha frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se envilecieron con sus fantasías y trocaron la verdad de Dios en mentira, sirviendo a la criatura más bien que al Creador (cf. Rm 1,21 y 25), o, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, se exponen a la desesperación extrema. Por lo cual la Iglesia, acordándose del mandato del Señor, que dijo: «Predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), procura con gran solicitud fomentar las misiones para promover la gloria de Dios y la salvación de todos éstos. (LG 16).
En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona...
El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Ef 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del cuerpo (Rom 8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11). Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección.
Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual (GS22).
Por tanto, ni el Padre ni el Hijo procuran la condena del hombre, es más Dios no puede condenar pues es algo contrario a su esencia, Dios es amor. Decir que Dios condena es una aberración, si existe la condenación no es algo que venga de Dios sino por un acto libre del hombre.
Preguntas que genera el tema:
Si es el hombre quien define su condena, entonces ¿Dios no lleva "cuentas" lo que hace el ser humano?, ¿la salvación se obtiene por el deseo de estar junto a Dios y no por las acciones desarrolladas a lo largo de la vida? ¿Por qué nos empeñamos en encerrar a Dios bajo referentes humanos?
Referencias complementarias:
Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium”.
Constitución pastoral “Gaudium et Spes” sobre la Iglesia en el mundo actual.
Muy completo tu cometario sobre la Parusís. Siguiendo el último parrafo, que lo veo como modo conclusivo, creo que lo visto en la clase del 8 de agosto coincide con lo que planteas aqui. Condenar es contrario a la esencia de Dios, que es amor. Dios nos hizo libres, incluso para rechazarlo, envío a su unico hijo a morir por nuestra salvación, ahora está en nosotros. Dios es nuestro testigo, conoce nuestras obras y pensaientos. Podeos construir nuestro destino con El o rechazarlo para siemmpre. ¿En que camino estamos?
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