domingo, 9 de agosto de 2020

LECCIÓN 13. ¿Cómo será la resurrección de los muertos?




La lección pasada concluye con una idea totalmente nueva para la mayoría de los cristianos: “Dios no condena a nadie, es el mismo hombre quien decide su destino”.

 Así las cosas, en la Parusía Dios no viene a condenar a juzgar porque el ser humano es un ser absoluto, con la capacidad de definir el rumbo de su vida. Mas bien, el Dios de Jesucristo que respeta la libertad que Él mismo otorgó al  hombre le propone y no impone el camino a para alcanzar la salvación; un ideal no sustentado en ideologías o personajes transitorios sino en una relación con su Hijo Jesús que es luz para guiar la libertad humana.

 La suerte al final de los tiempos se determina por dos condiciones que la Sagrada Escritura enseña:

 1)    La aceptación de la Palabra (Jesucristo).

 “Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.  El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3, 17-19).

 2)    El ejercicio de la caridad.

 Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria y acompañado de todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos en cambio a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme». Entonces le responderán los justos: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?» Y el Rey, en respuesta, les dirá: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis». Entonces dirá a los que estén a la izquierda: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles: porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber;  era peregrino y no me acogisteis; estaba desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis». Entonces le replicarán también ellos: «Señor, ¿cuándo te responderá: «En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo. Y éstos irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna» (Mt 25, 31-46).



 En el evangelio de Juan presenta la cuestión juicio crisis e incredulidad y en el caso de Mateo parte de la dimensión del amor o desamor, aspectos no contradictorios sino complementarios por cuanto la autenticidad de la fe parte de contemplar a Cristo en el prójimo, no es posible afirmar que se tiene fe si no considera también el dolor de los demás. Siendo que el otro no es aquel que uno escoge, la atención debe orientarse en el anónimo, el no conocido, como bien lo expresa Jesús en la parábola del “Buen Samaritano”, atender incluso al que se considera enemigo.

 
La manifestación del Señor glorioso requiere reconocerlo en al figura del siervo doliente, la actividad caritativa del cristiano no radica en la mera filantropía sino como necesidad espiritual, la gloria de Dios se contempla desde el que sufre pues si no se reconoce a Dios en su debilidad histórica y de siervo tampoco se le reconocerá en la majestuosidad.
 
El juicio crisis de cada uno no es algo que Dios emite, es lo que el creyente construye a partir de su relación con Jesús manifestado en el sufriente. Dios es simplemente el testigo de los actos del hombre pero son estos actos lo que determinan el juicio de cada uno. La importancia de prestar atención al otro lo deja de manifiesto el magisterio de la Iglesia al afirmar que la salvación se alcanza en el ejercicio de la caridad e incluso pueden alcanzarla aquellos que obran con recto corazón:
 

A esta sociedad de la Iglesia están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan la totalidad de su organización y todos los medios de salvación establecidos en ella, y en su cuerpo visible están unidos con Cristo, el cual la rige mediante el Sumo Pontífice y los Obispos, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno y comunión eclesiástica. No se salva, sin embargo, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia «en cuerpo», mas no «en corazón». Pero no olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios, sino a una gracia singular de Cristo, a la que, si no responden con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad (LG 14).

 

 

Ni el mismo Dios está lejos de otros que buscan en sombras e imágenes al Dios desconocido, puesto que todos reciben de El la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Hch 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tm 2,4). Pues quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida (LG 16).

 

Repasando lo abordado en lecciones pasadas, en la Parusía se dan tres acontecimientos: el juicio, la resurrección de los muertos y la nueva creación. De los cuales el tema más intrincado es ¿cómo será la resurreción de los muertos?, asunto que ha generado herejías en la historia de la Iglesia.
Para empezar es imprescindible partir que resurección no es reanimación del cadáver, por tanto lo que sucedido Lázaro (Jn 11,1-45) y al hijo de la viuda de Naím (Lc 7, 11-17) no fue resurrección, en algún momento ellos morirían y la resurreción es pasar a un estado de no morir, superar la condición mortal.
 
Varios Padres de la Iglesia justificaban la resurrección como una manifestación del poder creador de Dios, ya que si pudo crear de la nada no tendrá problema en resucitar un muerto, cumpliendo el principio “el que puede lo más puede lo menos”. El problema surge con la posición al respecto de los gnósticos cristianos para quienes la materia es mal y por ello Dios no puede resucitar lo despreciable.
 
Los gnósticos no consideraban la resurrección de la carne, veían la resurrección como el paso a un nivel superior de conciencia, es necesario superar lo material y carnal, desprenderse de la sucia existencia, liberarse del cuerpo es necesario; por lo que les agrada la idea de separación alma-cuerpo al morir, piensan en la inmortalidad de las almas unida a la resurrección de los justos.
 





La respuesta de la Iglesia de acuerdo a la fe revelada expresa si Jesús resucitó tuvo primero que encarnarse, lo que salió del sepulcro no fue un fantasma, el fuerte mensaje de la tumba vacía es Dios quiere salvar la integridad del ser (un ser completo alma y cuerpo). Y he aquí que surge otro conflicto, si la salvación es para el ser humano completo, debe resucitar la persona en su totalidad, el mismo cuerpo que constituyó su vida en la tierra pues si fuera otro perdería su identidad.
 
De modo que Dios resucita aquello que permite al ser humano relacionarse, resucita lo corporal no la materia, es lo que afirmaba Orígenes. Sin embargo fue mal interpretado, espiritualizaron tanto su pensamiento al punto de llegar a admitir que no es necesaria la materia porque el cuerpo resucitado no la necesita. La influencia gnostica duró mucho tiempo, sus ideas se perciben en los símbolos de fe de la Iglesia


 


 
 
La expresión “resurrección de la carne” se utilizó para refutar el pensamiento gnóstico del “cuerpo espiritual” de clara concepción dualista, posteriormente el credo cambia por una expresión más integral aún, al profesar la “resurrección de los muertos”afirma que esta se hará en la carne en de cada persona.
 

  El Concilio XI de Toledo afirma:

 


En una realidad espiritual no puede surgir una corporalidad espiritual de modo espontáneo sino de la misma materia que ahora poseemos, debe reconformarse pero no visto como un mero cambio de piel. Una corporalidad en continuidad con la materia que ahora tenemos, la materialidad de esa corporalidad no puede ser identificada porque mañana la materia será diferente pero no así la corporalidad. Hay un elemento de continuidad entre la corporalidad material y la corporalidad espiritual. 

 

 

 

 

Preguntas que genera el tema:

 Si hay un juicio entonces debe haber una sentencia, Cuál es el papel de Dios es él quién emite la sentencia? Y si es el ser humano quien se condena a sí mismo ¿no será que por convicción crea que lo actuado está bien y se salve? Si Cristo es el modelo, entonces en el juicio alguien debe definir si la persona cumplió no no ese modelo, ¿o es que queda a la conciencia del hombre? ¿entonces será el juez el que emite sentencia?

 

 Fuentes complementarias:

 Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium”.

http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19641121_lumen-gentium_sp.html

 

Ratzinger, J. (2007). Escatología-La muerte y la vida eterna. España: Editorial Herder.

 


sábado, 1 de agosto de 2020

LECCIÓN 12. ¿Es Dios quien condena?





A la Parusía de Cristo se asocian tres acontecimientos:


El juicio, la resurrección de los muertos y la nueva creación.


Por lo general el término “juzgar” se asocia con una expresión judicial. En hebreo se utiliza la palabra “safat” que indica gobernar o juzgar, pero también la acción del soberano que discierne o separa entre lo malo y lo bueno, un acto que solo realiza Dios, no se trata de un proceso judicial sino de la intervención de Dios en la historia cuyo propósito es la salvación. Sin embargo, por ejemplo al interpretar la perícopa de Mt 25, 31-46, por influencia del pensamiento romano se le dio un énfasis condenatorio; pero en verdad la dimensión salvífica de separar se relaciona con la victoria definitiva de Cristo sobre los poderes hostiles que impiden la plenitud del ser humano, no tiene que ver con una cuestión moral de la persona lo que Cristo separa es aquello que impide el camino de plenitud al que está llamado el cristiano, esta intervención se le denomina juicio escatológico.





En la época medieval (siglos VI-XV) la palabra juicio se asoció al término “dies irae” (día de la ira), cuya máxima expresión artística es el fresco pintado por Miguel Ángel en el altar de  la Capilla Sixtina. La interpretación jurídica convirtió lo que era un momento de gozo en angustia e inseguridad en el juicio el individuo se encuentra con una sentencia y no con una acción de Dios que haga desaparecer el mal.




Lo anterior conlleva a que la expresión “Maranathá” deviniera en un moralismo, pues  la vida moral no está orientada por la libertad del ser humano sino por el miedo a ser juzgado, cayendo así en la esclavitud, ya no se le considera hijo de Dios sino esclavo y por tanto sus acciones no están en función de alcanzar la máxima estatura sino simplemente se limitan al miedo de no ser condenado.


Una correcta lectura teológica de la Parusía deja de lado el ajusticiamiento  y se presenta como el momento en que el mundo es llevado por Dios a la plenitud, que el mundo entre en un estado pleno significa que no es cambiante, y de ahí la importancia de como el cristiano conduzca su vida pues lo que Dios lleva a plenitud es un estado en conformidad con lo que en ese instante sea la intención de vida de la persona; es ahí donde se define el cielo o el infierno. Al santo lo define su intención de vida, su camino de esfuerzo por alcanzar la plenitud que Dios le ofrece; no es algo que se alcanza por lo moral sino por el perfeccionamiento en el amor, bien lo decía San Juan de la Cruz “ en el atardecer de nuestras vidas seremos juzgados en el amor”. Porque lo moral lleva a un estado de conformidad con uno mismo en función de aquello que hago el individuo se siente confiado y hasta “santo”, en cambio en el amor es diferente nunca es suficiente siempre se puede dar más y mejor, a eso está llamado el cristiano.


El Papa Francisco ha comenzado a erradicar del lenguaje eclesial la palabra “compromiso” cambiándola por “desafío”, ya que compromiso es lo que la persona puede hacer pero el desafío es algo que viene de Dios. Si la persona se limita a realizar solo a lo que se compromete de acuerdo a su comodidad cae fácilmente en la conformidad, y de ahí a sentirse satisfecho con lo que hace e incluso merecedor de algo; la Parusía invita a alcanzar la perfección en el amor no en lo moral (acciones escogidas), si el estado de la persona no ha sido el amor entonces la Parusía la llevará al no amor, y el no amor es estar apartado de Dios.


Siempre dentro del ámbito del juicio escatológico se enmarca la expresión “juicio crisis”, entendido como el estado que le espera al ser humano en virtud de su comportamiento intrahistórico. El Nuevo Testamento es contundente en esta afirmación, el juicio crisis tiene lugar durante la propia existencia del ser humano, su final depende del uso de su libertad personal; no se trata de una sentencia divina lo que salva o condena. Si bien el juicio final elimina los poderes hostiles que impiden la plenitud del hombre, el querer la plenitud depende de lo que el hombre decida; aquellos que han buscado el perfeccionamiento en camino lo alcanzarán. 


¿Qué diremos a esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?. El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas?¿Quién presentará acusación contra los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién condenará? ¿Cristo Jesús, el que murió, más aún, el que fue resucitado, el que además está a la derecha de Dios, el que está intercediendo por nosotros? (Rom 8, 31-34).


Y si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo. (Jn 12,47)


Estas dos perícopas muestran claramente que el plan de Dios es la salvación del ser humano, todo está dado para que sea así, sin embargo cada persona construye su estado definitivo es  el hombre y no Dios quien condena. Incluso el Vaticano II deja de manifiesto el alcance del plan divino, el amor de Dios y la vocación del hombre al exponer: 


Ni el mismo Dios está lejos de otros que buscan en sombras e imágenes al Dios desconocido, puesto que todos reciben de El la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Hch 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tm 2,4). Pues quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida. Pero con mucha frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se envilecieron con sus fantasías y trocaron la verdad de Dios en mentira, sirviendo a la criatura más bien que al Creador (cf. Rm 1,21 y 25), o, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, se exponen a la desesperación extrema. Por lo cual la Iglesia, acordándose del mandato del Señor, que dijo: «Predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), procura con gran solicitud fomentar las misiones para promover la gloria de Dios y la salvación de todos éstos. (LG 16).



En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona...

El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Ef 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del cuerpo (Rom 8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11). Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección.

Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual (GS22).

 

Por tanto, ni el Padre ni el Hijo procuran la condena del hombre, es más Dios no puede condenar pues es algo contrario a su esencia, Dios es amor. Decir que Dios condena es una aberración, si existe la condenación no es algo que venga de Dios sino por un acto libre del hombre.


Preguntas que genera el tema:


Si es el hombre quien define su condena, entonces ¿Dios no lleva "cuentas" lo que hace el ser humano?, ¿la salvación se obtiene por el deseo de estar junto a Dios y no por las acciones desarrolladas a lo largo de la vida? ¿Por qué nos empeñamos en encerrar a Dios bajo referentes humanos?


Referencias complementarias:



Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium”.

http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19641121_lumen-gentium_sp.html



Constitución pastoral “Gaudium et Spes” sobre la Iglesia en el mundo actual.

http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19651207_gaudium-et-spes_sp.html



domingo, 26 de julio de 2020

LECCIÓN 11. ¿Es la Parusía una segunda venida de Jesucristo, cómo entenderla?



El cristianismo profesa que en la consumación de los tiempos  los creyentes participarán de una realidad perfecta, es algo que se intuye pero que no se puede disfrutar hasta salir de la realidad actual. Los Santos Padres de la Iglesia usaban el término “dies natalis” (día del nacimiento) para referirse al día de la muerte, el día del nacimiento al cielo.

La Parusía es comparable con el nacimiento, el niño al salir del vientre va hacia una realidad diferente. Curiosamente las personas que han tenido una experiencia cercana a la muerte mencionan que ven una luz, un efecto similar al experimentado cuando se nace. La primera impresión del que muere será el rostro amoroso del Padre para aquellos que en su vida así lo han querido; pero para otros darse al darse cuenta que existe un amor pleno y no poder disfrutarlo pues lo rechazó abiertamente, eso es el infierno.

El único elemento que dispone el hombre para entender la Parusía es la encarnación de Dios en la historia. El evento Jesucristo marca un punto definitivo pues toda la acción de Dios se concentra en su Hijo, de ahí vemos como toda la creación se ve involucrada. El Padre muestra en Cristo todo lo que quiere realizar en el ser humano llevándolo a la plenitud; y sólo lleva al ser humano a plenitud porque todo lo demás que ha sido creado en cierto modo ya goza de plenitud porque no son sujetos de pecado.

 

La aparición de Dios en el mundo constituye el acontecimiento decisivo que imprime a la historia su orientación definitiva; con Cristo ha irrumpido en el mundo “lo último”, o, tal vez mejor todavía, él es “el último”. El contenido concreto de la esperanza cristiana no es solamente “lo último”, sino también “las cosas últimas”, aquello que espera al hombre, sea el fin de la historia (escatología colectiva o final), sea al término de su vida mortal (escatología personal o “intermedia”). En efecto, la esperanza cristiana no puede otro objeto último que no sea Dios mismo, que se nos manifiesta en Cristo. La escatología cristiana no nos habla, por tanto, de un futuro intramundano superable en principio por cualquier otro acontecimiento, sino del futuro absoluto, que es Dios mismo. Jesús como acontecimiento escatológico nos abre el sentido de las ultimidades del mundo y del hombre. Lo que en él ha acontecido ya de modo aún velado, los que desde su resurrección es realidad en él que es la cabeza, espera la manifestación plena en todo su cuerpo.(Latuorelle R-Fisichella R, (1992), Escatología).

 

  La Parusía no es un evento que se da de modo independiente para cada persona, el juicio si es personal e independiente. El estado de plenificación total de la Parusía no puede ser verificado en cada persona individualmente ya que Dios no vino a salvar a un individuo sino que lo hizo en beneficio de toda la humanidad, es toda la creación la que participa. El  “Dies natalis” se aplica en dos momentos de la vida de Jesús, la encarnación y la resurrección; existe una relación importante entre el día del nacimiento y la dimensión pascual porque la pascua de Cristo no solo es su resurrección sino también la encarnación, de ahí la expresión “felices pascuas”. Jesús asume la materia para llevarla a plenitud, en su persona incluye la totalidad de la creación, pues el ser humano es la síntesis completa de todos los componentes de la creación, no es solamente un ser pensante además posee materia orgánica y en ese sentido toda la creación está incluida en la persona de Cristo.

 La encarnación muestra que el proyecto de Dios para el hombre involucra toda la creación porque Dios pues pudo haberlo hecho sin encarnarse, pero al hacerlo implica que la creación se asocia a la redención, involucrada no mirando su particularidad sino tomando la dimensión material del cuerpo humano y al  llevarlo a la plenitud incluye  a toda la creación. De tal modo el cuerpo que está llamado a espiritualizarse es el mismo cuerpo, no hay otro pues para mantener la realidad personal es necesario mantener el mismo cuerpo, si fuera de otra forma cabe decir si Dios nos diera otro nos destruye.

  

La Encarnación implica necesariamente la historia: el hombre nuevo no puede ser hecho; únicamente se hace a sí mismo. Se hace a lo largo de esa historia que va desde el nacimiento de Jesús hasta la Resurrección y que es la maqueta del tiempo, desde la creación hasta la escatología. La Encarnación ha convertido el tiempo en historia, y por eso se la califica de “final de los tiempos”. Esa historia la caracteriza Irineo, tanto en Jesús como en nosotros, como el “lento acostumbrarse” del Espíritu a morar en la carne, y de los hombres a captar y llevar a Dios. Tan necesaria es esta historia de libertad que Dios no habría podido hacer, ya desde el principio, una creatura libre con la calidad del Increado.(González, (2016), pág. 444).


 

 ¿Segunda venida de Jesús?


 Decir que Jesús viene se interpreta como que el cristiano vive sin él. Utilizar el término segunda venida no es bíblico, es una expresión surgida para marcar el tiempo de la misión que vive el cristiano, se habla de segunda venida en sentido catequético. Jesús no está ausente, la resurrección no inaugura un vacío cristológico, él ejerce un señorío en la historia manifestado en la vida comunitaria y sacramental, es decir “vas a misa porque Jesús es Señor”.

 Existe una sola venida de Jesús en tres fases:

 1-Fase de entrada: Jesús se revela como siervo.

2-Fase simbólica: Jesús se revela como hermano (podemos decirle a Dios Padre), revela su presencia            como Señor.

3-Fase Parusía: Jesús se revela en su gloria y majestad.


 Actualmente Cristo no coexiste con nosotros en condición de fragilidad sino como Señor reinante y glorioso pero nuestra fragilidad nos impide verlo, pero que al final de la historia su manifestación gloriosa será vista por todos. La tensión hacia la Parusía nos da el criterio para afirmar que el cristianismo es la religión de la presencia. En la liturgia se hace presente palpablemente por medio de los ministerios, esa presencia se da en todo momento y no es que solo cuando se le invoca; se hace presente sin el uso de palabras ya que no son condición para ello, si se pensara que son necesarias de pronunciar esas palabras sería un conjuro, es Cristo mismo quien se hace presente y no las palabras pronunciadas. En la liturgia el cristiano está tan consciente de la presencia de Cristo que hasta se materializa esa presencia no por acción del hombre sino de Dios. El acto de fe más profundo de fe del cristiano no es creer en lo que Dios puede hacer sino saber que Dios lo está haciendo.

  

Preguntas que genera el tema:

  ¿Qué sucede con el mundo material una vez dada la Parusía, desaparece?

 

Fuentes complementarias:

 González, J, 2016, La humanidad nueva. Editorial Sal Terrae, España.

 Latuorelle R-Fisichella R, 1992, Diccionario de Teología Fundamental. Editorial San Pablo, Madrid.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


lunes, 20 de julio de 2020

LECCIÓN 10. ¿Qué hace Dios mientras se cumple la consumación de la historia?



La lección de la semana pasada culminó con la expresión ¡Maranathá!, entendida como confirmación de la presencia del Señor en medio de su pueblo, Dios que siempre y en todo momento actúa. Pero esto no significa que Dios es quien hará todo y sustituya la responsabilidad del ser humano.

 En los inicios del cristianismo Pablo tenía la convicción que la Parusía del Señor se daría en cualquier momento, por eso invitaba a los creyentes a dejar sus tareas confiando en la acción plena de Dios.



Hermanos, os digo esto: el tiempo es corto. Por tanto, en lo que queda, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen; 30 y los que lloran, como si no llorasen; y los que se alegran, como si no se alegrasen; y los que compran, como si no poseyesen; 31 y los que disfrutan de este mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa. (1 Co 7, 29-31) 


Implementar el deseo de Pablo cuando escribió a los Corintios puede llevar a cierta pasividad, creer que todo pasará pronto y que nada puede hacer el hombre deja a Dios como el total responsable de la historia, con el peligro que si fuera así entonces la libertad y el accionar del ser humano dejarían de existir.  Al pasar el tiempo y al ver que el advenimiento esperado no llegaba el mensaje de Pablo cambia.

 

Por eso hemos recibido de vuestra parte, hermanos, gracias a vuestra fe, un gran consuelo en medio de todas nuestras adversidades y tribulaciones: ahora sí vivimos, ya que permanecéis firmes en el Señor. ¿Y cómo podremos dar gracias suficientes a Dios por toda la alegría que nos proporcionáis y con la que nos gozamos por vosotros ante nuestro Dios? Le rogamos noche y día, sin cesar, que podamos veros y completar lo que falta a vuestra fe. Que Dios mismo, nuestro Padre, y nuestro Señor Jesús, dirija nuestro camino para poder veros; y que el Señor os colme y os haga rebosar en la caridad de unos con otros y en la caridad hacia todos, nuestro Padre, el día de la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos. Amén.(1 Tes 3, 7-13).

 

 La esperanza del cristiano no radica en que sus sueños se cumplan sino en saber que Dios está en toda circunstancia conmigo. El criterio personal  no es  la medida de Dios, no es que Dios sea bueno porque cumple lo que pida la gente. La verdadera esperanza del cristiano no es una alegría eufórica pasajera sino que experimenta en la paz como regalo de Dios, no es la ausencia de adversidad sino el equilibrio de vida.

 

Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra comprensión sea patente a todos los hombres. El Señor está cerca. No os preocupéis por nada; al contrario: en toda oración y súplica, presentad a Dios vuestras peticiones con acción de gracias. Y la paz de Dios que supera todo entendimiento custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.  (Fil 4,4-7).

 

 

El cristiano está llamado a encarar la tribulación no a evadirla, y mucho menos a responsabilizar a Dios por los problemas o la solución de los mismos. De lo contrario el cristianismo se convertiría en opio para la vida de los creyentes. La visión escatológica cristiana considera que Dios está siempre presente, en las buenos y en los malos momentos, no es que a veces “me hace caso y otras no”, Dios es Dios no es un ídolo pagano al que se le pide únicamente a cambio de recibir; la fe cristiana parte de la vida del ser humano como hijo de Dios en la que el Padre siempre actúa para bien de los que le aman (cfr. Rom 8, 28) pero el ser humano no debe evadir su responsabilidad en la historia.

 

Pero no sólo esto: también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Una esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado. (Rom 5, 3-5)

  

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que también nosotros seamos capaces de consolar a los que se encuentran en cualquier tribulación, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios. Porque, así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así abunda también nuestra consolación por medio de Cristo. Pues, si somos atribulados, es para consuelo y salvación vuestra; si somos consolados, es para vuestro consuelo, que muestra su eficacia en la paciencia con que soportáis los mismos sufrimientos que nosotros. Y es firme nuestra esperanza acerca de vosotros, porque sabemos que así como sois solidarios en los padecimientos, también lo seréis en la consolación. (2 Co 1, 3-7)

 

En la historia de la Iglesia se ha tratado poco el tema de la Parusía y el final de la vida humana, en el IV Concilio de Letrán ( año 1215) y en el II Concilio de Lyon (año 1274), en este segundo el Papa Gregorio X proclama:

 

Y si verdaderamente arrepentidos murieren en caridad antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por sus comisiones y omisiones, sus almas son purificadas después de la muerte con penas purgatorias o catarterias, como nos lo ha explicado Fray Juan ; y para alivio de esas penas les aprovechan los sufragios, de los fieles vivos, a saber, los sacrificios de las misas, las oraciones y limosnas, y otros oficios de piedad, que, según las instituciones de la Iglesia, unos fieles acostumbran hacer en favor de otros.

 

Mas aquellas almas que, después de recibido el sacro bautismo, no incurrieron en mancha alguna de pecado, y también aquellas que después de contraída, se han purgado, o mientras permanecían en sus cuerpos o después de desnudarse de ellos, como arriba se ha dicho, son recibidas inmediatamente en el cielo. (Denzinger-Hünerman, 2000, n° 856-858)


 


Mucho más adelante, en el siglo XX, el Concilio Vaticano II retomará el tema de los últimos días en su Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium” en sus numerales 48 y 49:


LG48. La Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en la cual conseguimos la santidad por la gracia de Dios, no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cf. Hch 3, 21) y cuando, junto con el género humano, también la creación entera, que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef 1, 10; Col 1,20; 2 P 3, 10-13).

Porque Cristo, levantado sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos (cf. Jn 12, 32 gr.); habiendo resucitado de entre los muertos (Rm 6, 9), envió sobre los discípulos a su Espíritu vivificador, y por El hizo a su Cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación; estando sentado a la derecha del Padre, actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a la Iglesia y, por medio de ella, unirlos a sí más estrechamente y para hacerlos partícipes de su vida gloriosa alimentándolos con su cuerpo y sangre. Así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la misión del Espíritu Santo y por El continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, mientras que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos encomendó en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Flp 2, 12).

La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros (cf. 1 Co y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y en cierta manera se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. Pero mientras no lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva, donde mora la justicia (cf. 2 P 3, 13), la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas, que gimen con dolores de parto al presente en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 19-22).

Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el Espíritu Santo, que es prenda de nuestra herencia (Ef 1, 14), con verdad recibimos el nombre de hijos de Dios y lo somos (cf. 1 Jn 3, 1), pero todavía no se ha realizado nuestra manifestación con Cristo en la gloria. Por tanto, «mientras moramos en este cuerpo, vivimos en el destierro, lejos del Señor» (2 Co 5, 6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rm 8, 23) y ansiamos estar con Cristo (cf. Flp 1, 23). Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Co 5, 15). Por eso procuramos agradar en todo al Señor (cf. 2 Co 5, 9) y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y resistir en el día malo (cf, Ef 6, 11-13). Y como no sabemos el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor, que velemos constantemente, para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Hb 9, 27), merezcamos entrar con El a las bodas y ser contados entre los elegidos (cf. Mt 25, 31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cf. Mt 25, 26), ir al fuego eterno (cf. Mt 25, 41), a las tinieblas exteriores, donde «habrá llanto y rechinar de dientes» (Mt 22, 13 y 25, 30). Pues antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer «ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada uno de las obras buenas o malas que haya hecho en su vida mortal» (; y al fin del mundo «saldrán los que obraron el bien para la resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de condenación» (Jn 5, 29; cf. Mt 25, 46). Teniendo, pues, por cierto que «los padecimientos de esta vida son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros» (Rm 8, 18; cf. 2 Tm 2, 11- 12), con fe firme aguardamos «la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tit 2, 13), «quien transfigurará nuestro abyecto cuerpo en cuerpo glorioso semejante al suyo» (Flp 3, 12) y vendrá «para ser glorificado en sus santos y mostrarse admirable en todos los que creyeron» (2 Ts 1,10).

LG49. Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de sus ángeles (cf. Mt 25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas (cf. 1 Co 15, 26-27), Ef 4, 16). La unión de los viadores con los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la comunicación de bienes espirituales. Por lo mismo que los bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que ella ofrece a Dios aquí en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación (cf. 1 Co 12, 12-27). 2 Co 5, 8), no cesan de interceder por El, con El y en El a favor nuestro ante el Padre, ofreciéndole los méritos que en la tierra consiguieron por el «Mediador único entre Dios y los hombres, Cristo Jesús1Tm 2, 5), como fruto de haber servido al Señor en todas las cosas y de haber completado en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24). Su fraterna solicitud contribuye, pues, mucho a remediar nuestra debilidad.


 

Estos numerales de la Lumen Gentium hacen referencia a la continua vigilancia de la vida cristiana, el cristiano ha de saber que se encuentra en camino hacia la plenitud cuando Cristo venga en la majestuosidad de su Gloria a plenificar su obra comenzada. Por tanto, el creyente no está a la espera de lo que Dios va a hacer sino que se encuentra participando de lo que Dios está haciendo en la historia a través de las acciones humanas.

 El Concilio Vaticano II también orienta en cuanto al criterio  para vivir en la esperanza de la venida escatológica  de Cristo, en el decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia:

 

El tiempo de la actividad misional discurre entre la primera y la segunda venida del Señor, en que la Iglesia, como la mies, será recogida de los cuatro vientos en el Reino de Dios. Es, pues, necesario predicar el Evangelio a todas las gentes antes que venga el Señor (Cf.Mc., 13,10).

La actividad misional es nada más y nada menos que la manifestación o epifanía del designio de Dios y su cumplimiento en el mundo y en su historia, en la que Dios realiza abiertamente, por la misión, la historia de la salud. Por la palabra de la predicación y por la celebración de los sacramentos, cuyo centro y cumbre es la Sagrada Eucaristía, la actividad misionera hace presente a Cristo autor de la salvación.

Libera de contactos malignos todo cuanto de verdad y de gracia se hallaba entre las gentes como presencia velada de Dios y lo restituye a su Autor, Cristo, que derroca el imperio del diablo y aparta la multiforme malicia de los pecadores. Así, pues, AG 9).

  

Siempre bajo la misma tónica escatológica y porque lo que la Iglesia cree lo celebra, la liturgia manifiesta en el culto divino la tensión entre la vida presente y la esperanza en el más allá.

  




En la Liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero, cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra vida, y nosotros nos manifestamos también gloriosos con El. (SC 8).

 

 

La presencia de Dios en la historia es constante, no es que solamente cuando “se le invoca” es que Dios viene a la vida del hombre, en este sentido los sacramentos son signos que permiten hacer experiencia del actuar de Dios. Por eso la acción sacramental implica siempre una acción material. No es que Dios me va a perdonar, es que Dios me perdona; no es que Dios va a venir sino que Dios está aquí y la eucaristía me muestra materialmente su presencia.

 La materialización es necesaria porque en la dimensión histórica el ser humano entiende mediante la materialización. La Iglesia evidencia las acciones de Dios por ser ella misma sacramento, concreción histórica. Dios actúa a través de la Iglesia, no es el sacerdote quien perdona pecados es Dios por medio del ministro sagrado. Los signos muestran que estamos dentro de una potenciada, es decir estos son elementos que muestran un nivel de perfección.

El saber que un fin de la historia establece un punto límite, el hombre no está encaminado hacia un vacío sin sentido sino a una meta programada, si hay algo que inicia la creación también hay algo que previene su final. La historia tiene un alfa y sabemos que es así porque precisamente tuvo un inicio y de la nada no puede surgir algo; ninguna realidad surge por sí misma sino que surge de una realidad consciente y pensante, esa realidad es Dios.

 De manera que si Dios es la realidad pensante que hace las cosas todo lo creado tiene una intención, el existir no es algo fortuito, así que todo tiene un fin un punto omega hacia donde llegar. Se el ser humano olvida que hay un fin cae en el error de eternizar el presente que no es perfecto no es otra cosa que desentenderse del plan de Dios;  por tanto eternizar el presente es rechazar a Dios, eternizar la condición de insatisfacción eso es el infierno.

 


 Índole escatológica de Iglesia militante y su unión con iglesia celestial










Preguntas que genera el tema:

¿Si los bienaventurados gozan del cielo y alaban a Dios en todo momento, cómo es que interceden por las necesidades de quienes aún tienen una vida terrenal?

¿Cuál es la diferencia entre juicio particular y juicio universal?

¿Al morir la persona es sometida al juicio que decide su destino ultraterreno o está en un estado intermedio mientras llega la consumación de los tiempos?


 Fuentes complementarias:

 

Decreto “Ad gentes” sobre la actividad misionera de la Iglesia, recuperado de:

http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decree_19651207_ad-gentes_sp.html

 

Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium”, recuperado de:

http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19641121_lumen-gentium_sp.html

 

Constitución “Sacrosanctum Concilium” sobre la Sagrada Liturgia, recuperado de:

http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19631204_sacrosanctum-concilium_sp.html

 

Denzinger-Hünermann, 2000, El magisterio de la Iglesia. Editorial Herder, Barcelona.

 

Índole escatológica de Iglesia militante y su unión con iglesia celestial. Recuperado de:


 


LECCIÓN 13. ¿Cómo será la resurrección de los muertos?

La lección pasada concluye con una idea totalmente nueva para la mayoría de los cristianos: “Dios no condena a nadie, es el mismo hombre qui...