La lección de la semana pasada culminó con la expresión ¡Maranathá!, entendida como confirmación de la presencia del Señor en medio de su pueblo, Dios que siempre y en todo momento actúa. Pero esto no significa que Dios es quien hará todo y sustituya la responsabilidad del ser humano.
En los inicios del cristianismo Pablo tenía la convicción que la Parusía del Señor se daría en cualquier momento, por eso invitaba a los creyentes a dejar sus tareas confiando en la acción plena de Dios.
Hermanos, os digo esto: el tiempo es corto. Por tanto, en lo que queda, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen; 30 y los que lloran, como si no llorasen; y los que se alegran, como si no se alegrasen; y los que compran, como si no poseyesen; 31 y los que disfrutan de este mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa. (1 Co 7, 29-31)
Implementar el deseo de Pablo cuando escribió a los Corintios puede llevar a cierta pasividad, creer que todo pasará pronto y que nada puede hacer el hombre deja a Dios como el total responsable de la historia, con el peligro que si fuera así entonces la libertad y el accionar del ser humano dejarían de existir. Al pasar el tiempo y al ver que el advenimiento esperado no llegaba el mensaje de Pablo cambia.
Por eso hemos recibido de vuestra parte, hermanos, gracias a vuestra fe, un gran consuelo en medio de todas nuestras adversidades y tribulaciones: ahora sí vivimos, ya que permanecéis firmes en el Señor. ¿Y cómo podremos dar gracias suficientes a Dios por toda la alegría que nos proporcionáis y con la que nos gozamos por vosotros ante nuestro Dios? Le rogamos noche y día, sin cesar, que podamos veros y completar lo que falta a vuestra fe. Que Dios mismo, nuestro Padre, y nuestro Señor Jesús, dirija nuestro camino para poder veros; y que el Señor os colme y os haga rebosar en la caridad de unos con otros y en la caridad hacia todos, nuestro Padre, el día de la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos. Amén.(1 Tes 3, 7-13).
La esperanza del cristiano no radica en que sus sueños se cumplan sino en saber que Dios está en toda circunstancia conmigo. El criterio personal no es la medida de Dios, no es que Dios sea bueno porque cumple lo que pida la gente. La verdadera esperanza del cristiano no es una alegría eufórica pasajera sino que experimenta en la paz como regalo de Dios, no es la ausencia de adversidad sino el equilibrio de vida.
Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra comprensión sea patente a todos los hombres. El Señor está cerca. No os preocupéis por nada; al contrario: en toda oración y súplica, presentad a Dios vuestras peticiones con acción de gracias. Y la paz de Dios que supera todo entendimiento custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. (Fil 4,4-7).
El cristiano está llamado a encarar la tribulación no a evadirla, y mucho menos a responsabilizar a Dios por los problemas o la solución de los mismos. De lo contrario el cristianismo se convertiría en opio para la vida de los creyentes. La visión escatológica cristiana considera que Dios está siempre presente, en las buenos y en los malos momentos, no es que a veces “me hace caso y otras no”, Dios es Dios no es un ídolo pagano al que se le pide únicamente a cambio de recibir; la fe cristiana parte de la vida del ser humano como hijo de Dios en la que el Padre siempre actúa para bien de los que le aman (cfr. Rom 8, 28) pero el ser humano no debe evadir su responsabilidad en la historia.
Pero no sólo esto: también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Una esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado. (Rom 5, 3-5)
Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que también nosotros seamos capaces de consolar a los que se encuentran en cualquier tribulación, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios. Porque, así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así abunda también nuestra consolación por medio de Cristo. Pues, si somos atribulados, es para consuelo y salvación vuestra; si somos consolados, es para vuestro consuelo, que muestra su eficacia en la paciencia con que soportáis los mismos sufrimientos que nosotros. Y es firme nuestra esperanza acerca de vosotros, porque sabemos que así como sois solidarios en los padecimientos, también lo seréis en la consolación. (2 Co 1, 3-7)
En la historia de la Iglesia se ha tratado poco el tema de la Parusía y el final de la vida humana, en el IV Concilio de Letrán ( año 1215) y en el II Concilio de Lyon (año 1274), en este segundo el Papa Gregorio X proclama:
Y si verdaderamente arrepentidos murieren en caridad antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por sus comisiones y omisiones, sus almas son purificadas después de la muerte con penas purgatorias o catarterias, como nos lo ha explicado Fray Juan ; y para alivio de esas penas les aprovechan los sufragios, de los fieles vivos, a saber, los sacrificios de las misas, las oraciones y limosnas, y otros oficios de piedad, que, según las instituciones de la Iglesia, unos fieles acostumbran hacer en favor de otros.
Mas aquellas almas que, después de recibido el sacro bautismo, no incurrieron en mancha alguna de pecado, y también aquellas que después de contraída, se han purgado, o mientras permanecían en sus cuerpos o después de desnudarse de ellos, como arriba se ha dicho, son recibidas inmediatamente en el cielo. (Denzinger-Hünerman, 2000, n° 856-858)
Mucho más adelante, en el siglo XX, el Concilio Vaticano II retomará el tema de los últimos días en su Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium” en sus numerales 48 y 49:
LG48. La Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en la cual conseguimos la santidad por la gracia de Dios, no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cf. Hch 3, 21) y cuando, junto con el género humano, también la creación entera, que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef 1, 10; Col 1,20; 2 P 3, 10-13).
Porque Cristo, levantado sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos (cf. Jn 12, 32 gr.); habiendo resucitado de entre los muertos (Rm 6, 9), envió sobre los discípulos a su Espíritu vivificador, y por El hizo a su Cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación; estando sentado a la derecha del Padre, actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a la Iglesia y, por medio de ella, unirlos a sí más estrechamente y para hacerlos partícipes de su vida gloriosa alimentándolos con su cuerpo y sangre. Así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la misión del Espíritu Santo y por El continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, mientras que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos encomendó en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Flp 2, 12).
La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros (cf. 1 Co y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y en cierta manera se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. Pero mientras no lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva, donde mora la justicia (cf. 2 P 3, 13), la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas, que gimen con dolores de parto al presente en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 19-22).
Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el Espíritu Santo, que es prenda de nuestra herencia (Ef 1, 14), con verdad recibimos el nombre de hijos de Dios y lo somos (cf. 1 Jn 3, 1), pero todavía no se ha realizado nuestra manifestación con Cristo en la gloria. Por tanto, «mientras moramos en este cuerpo, vivimos en el destierro, lejos del Señor» (2 Co 5, 6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rm 8, 23) y ansiamos estar con Cristo (cf. Flp 1, 23). Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Co 5, 15). Por eso procuramos agradar en todo al Señor (cf. 2 Co 5, 9) y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y resistir en el día malo (cf, Ef 6, 11-13). Y como no sabemos el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor, que velemos constantemente, para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Hb 9, 27), merezcamos entrar con El a las bodas y ser contados entre los elegidos (cf. Mt 25, 31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cf. Mt 25, 26), ir al fuego eterno (cf. Mt 25, 41), a las tinieblas exteriores, donde «habrá llanto y rechinar de dientes» (Mt 22, 13 y 25, 30). Pues antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer «ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada uno de las obras buenas o malas que haya hecho en su vida mortal» (; y al fin del mundo «saldrán los que obraron el bien para la resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de condenación» (Jn 5, 29; cf. Mt 25, 46). Teniendo, pues, por cierto que «los padecimientos de esta vida son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros» (Rm 8, 18; cf. 2 Tm 2, 11- 12), con fe firme aguardamos «la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tit 2, 13), «quien transfigurará nuestro abyecto cuerpo en cuerpo glorioso semejante al suyo» (Flp 3, 12) y vendrá «para ser glorificado en sus santos y mostrarse admirable en todos los que creyeron» (2 Ts 1,10).
LG49. Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de sus ángeles (cf. Mt 25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas (cf. 1 Co 15, 26-27), Ef 4, 16). La unión de los viadores con los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la comunicación de bienes espirituales. Por lo mismo que los bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que ella ofrece a Dios aquí en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación (cf. 1 Co 12, 12-27). 2 Co 5, 8), no cesan de interceder por El, con El y en El a favor nuestro ante el Padre, ofreciéndole los méritos que en la tierra consiguieron por el «Mediador único entre Dios y los hombres, Cristo Jesús1Tm 2, 5), como fruto de haber servido al Señor en todas las cosas y de haber completado en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24). Su fraterna solicitud contribuye, pues, mucho a remediar nuestra debilidad.
Estos numerales de la Lumen Gentium hacen referencia a la continua vigilancia de la vida cristiana, el cristiano ha de saber que se encuentra en camino hacia la plenitud cuando Cristo venga en la majestuosidad de su Gloria a plenificar su obra comenzada. Por tanto, el creyente no está a la espera de lo que Dios va a hacer sino que se encuentra participando de lo que Dios está haciendo en la historia a través de las acciones humanas.
El Concilio Vaticano II también orienta en cuanto al criterio para vivir en la esperanza de la venida escatológica de Cristo, en el decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia:
El tiempo de la actividad misional discurre entre la primera y la segunda venida del Señor, en que la Iglesia, como la mies, será recogida de los cuatro vientos en el Reino de Dios. Es, pues, necesario predicar el Evangelio a todas las gentes antes que venga el Señor (Cf.Mc., 13,10).
La actividad misional es nada más y nada menos que la manifestación o epifanía del designio de Dios y su cumplimiento en el mundo y en su historia, en la que Dios realiza abiertamente, por la misión, la historia de la salud. Por la palabra de la predicación y por la celebración de los sacramentos, cuyo centro y cumbre es la Sagrada Eucaristía, la actividad misionera hace presente a Cristo autor de la salvación.
Libera de contactos malignos todo cuanto de verdad y de gracia se hallaba entre las gentes como presencia velada de Dios y lo restituye a su Autor, Cristo, que derroca el imperio del diablo y aparta la multiforme malicia de los pecadores. Así, pues, AG 9).
Siempre bajo la misma tónica escatológica y porque lo que la Iglesia cree lo celebra, la liturgia manifiesta en el culto divino la tensión entre la vida presente y la esperanza en el más allá.
En la Liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero, cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra vida, y nosotros nos manifestamos también gloriosos con El. (SC 8).
La presencia de Dios en la historia es constante, no es que solamente cuando “se le invoca” es que Dios viene a la vida del hombre, en este sentido los sacramentos son signos que permiten hacer experiencia del actuar de Dios. Por eso la acción sacramental implica siempre una acción material. No es que Dios me va a perdonar, es que Dios me perdona; no es que Dios va a venir sino que Dios está aquí y la eucaristía me muestra materialmente su presencia.
La materialización es necesaria porque en la dimensión histórica el ser humano entiende mediante la materialización. La Iglesia evidencia las acciones de Dios por ser ella misma sacramento, concreción histórica. Dios actúa a través de la Iglesia, no es el sacerdote quien perdona pecados es Dios por medio del ministro sagrado. Los signos muestran que estamos dentro de una potenciada, es decir estos son elementos que muestran un nivel de perfección.
El saber que un fin de la historia establece un punto límite, el hombre no está encaminado hacia un vacío sin sentido sino a una meta programada, si hay algo que inicia la creación también hay algo que previene su final. La historia tiene un alfa y sabemos que es así porque precisamente tuvo un inicio y de la nada no puede surgir algo; ninguna realidad surge por sí misma sino que surge de una realidad consciente y pensante, esa realidad es Dios.
De manera que si Dios es la realidad pensante que hace las cosas todo lo creado tiene una intención, el existir no es algo fortuito, así que todo tiene un fin un punto omega hacia donde llegar. Se el ser humano olvida que hay un fin cae en el error de eternizar el presente que no es perfecto no es otra cosa que desentenderse del plan de Dios; por tanto eternizar el presente es rechazar a Dios, eternizar la condición de insatisfacción eso es el infierno.
Índole escatológica de Iglesia militante y su unión con iglesia celestial
¿Si los bienaventurados gozan del cielo y alaban a Dios en todo momento, cómo es que interceden por las necesidades de quienes aún tienen una vida terrenal?
¿Cuál es la diferencia entre juicio particular y juicio universal?
¿Al morir la persona es sometida al juicio que decide su destino ultraterreno o está en un estado intermedio mientras llega la consumación de los tiempos?
Fuentes complementarias:
Decreto “Ad gentes” sobre la actividad misionera de la Iglesia, recuperado de:
Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium”, recuperado de:
Constitución “Sacrosanctum Concilium” sobre la Sagrada Liturgia, recuperado de:
Denzinger-Hünermann, 2000, El magisterio de la Iglesia. Editorial Herder, Barcelona.
Índole escatológica de Iglesia militante y su unión con iglesia celestial. Recuperado de:
Muy interesante como entender la eternidad de nuestro Señor y lo frágiles que somos sin El, entenderlo en toda su dimensión es a lo que me lleve este tema y más aún a estar con la lámpara encendida en espera y con paciencia confiado plenamente en toda su enseñanza.
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