domingo, 26 de julio de 2020

LECCIÓN 11. ¿Es la Parusía una segunda venida de Jesucristo, cómo entenderla?



El cristianismo profesa que en la consumación de los tiempos  los creyentes participarán de una realidad perfecta, es algo que se intuye pero que no se puede disfrutar hasta salir de la realidad actual. Los Santos Padres de la Iglesia usaban el término “dies natalis” (día del nacimiento) para referirse al día de la muerte, el día del nacimiento al cielo.

La Parusía es comparable con el nacimiento, el niño al salir del vientre va hacia una realidad diferente. Curiosamente las personas que han tenido una experiencia cercana a la muerte mencionan que ven una luz, un efecto similar al experimentado cuando se nace. La primera impresión del que muere será el rostro amoroso del Padre para aquellos que en su vida así lo han querido; pero para otros darse al darse cuenta que existe un amor pleno y no poder disfrutarlo pues lo rechazó abiertamente, eso es el infierno.

El único elemento que dispone el hombre para entender la Parusía es la encarnación de Dios en la historia. El evento Jesucristo marca un punto definitivo pues toda la acción de Dios se concentra en su Hijo, de ahí vemos como toda la creación se ve involucrada. El Padre muestra en Cristo todo lo que quiere realizar en el ser humano llevándolo a la plenitud; y sólo lleva al ser humano a plenitud porque todo lo demás que ha sido creado en cierto modo ya goza de plenitud porque no son sujetos de pecado.

 

La aparición de Dios en el mundo constituye el acontecimiento decisivo que imprime a la historia su orientación definitiva; con Cristo ha irrumpido en el mundo “lo último”, o, tal vez mejor todavía, él es “el último”. El contenido concreto de la esperanza cristiana no es solamente “lo último”, sino también “las cosas últimas”, aquello que espera al hombre, sea el fin de la historia (escatología colectiva o final), sea al término de su vida mortal (escatología personal o “intermedia”). En efecto, la esperanza cristiana no puede otro objeto último que no sea Dios mismo, que se nos manifiesta en Cristo. La escatología cristiana no nos habla, por tanto, de un futuro intramundano superable en principio por cualquier otro acontecimiento, sino del futuro absoluto, que es Dios mismo. Jesús como acontecimiento escatológico nos abre el sentido de las ultimidades del mundo y del hombre. Lo que en él ha acontecido ya de modo aún velado, los que desde su resurrección es realidad en él que es la cabeza, espera la manifestación plena en todo su cuerpo.(Latuorelle R-Fisichella R, (1992), Escatología).

 

  La Parusía no es un evento que se da de modo independiente para cada persona, el juicio si es personal e independiente. El estado de plenificación total de la Parusía no puede ser verificado en cada persona individualmente ya que Dios no vino a salvar a un individuo sino que lo hizo en beneficio de toda la humanidad, es toda la creación la que participa. El  “Dies natalis” se aplica en dos momentos de la vida de Jesús, la encarnación y la resurrección; existe una relación importante entre el día del nacimiento y la dimensión pascual porque la pascua de Cristo no solo es su resurrección sino también la encarnación, de ahí la expresión “felices pascuas”. Jesús asume la materia para llevarla a plenitud, en su persona incluye la totalidad de la creación, pues el ser humano es la síntesis completa de todos los componentes de la creación, no es solamente un ser pensante además posee materia orgánica y en ese sentido toda la creación está incluida en la persona de Cristo.

 La encarnación muestra que el proyecto de Dios para el hombre involucra toda la creación porque Dios pues pudo haberlo hecho sin encarnarse, pero al hacerlo implica que la creación se asocia a la redención, involucrada no mirando su particularidad sino tomando la dimensión material del cuerpo humano y al  llevarlo a la plenitud incluye  a toda la creación. De tal modo el cuerpo que está llamado a espiritualizarse es el mismo cuerpo, no hay otro pues para mantener la realidad personal es necesario mantener el mismo cuerpo, si fuera de otra forma cabe decir si Dios nos diera otro nos destruye.

  

La Encarnación implica necesariamente la historia: el hombre nuevo no puede ser hecho; únicamente se hace a sí mismo. Se hace a lo largo de esa historia que va desde el nacimiento de Jesús hasta la Resurrección y que es la maqueta del tiempo, desde la creación hasta la escatología. La Encarnación ha convertido el tiempo en historia, y por eso se la califica de “final de los tiempos”. Esa historia la caracteriza Irineo, tanto en Jesús como en nosotros, como el “lento acostumbrarse” del Espíritu a morar en la carne, y de los hombres a captar y llevar a Dios. Tan necesaria es esta historia de libertad que Dios no habría podido hacer, ya desde el principio, una creatura libre con la calidad del Increado.(González, (2016), pág. 444).


 

 ¿Segunda venida de Jesús?


 Decir que Jesús viene se interpreta como que el cristiano vive sin él. Utilizar el término segunda venida no es bíblico, es una expresión surgida para marcar el tiempo de la misión que vive el cristiano, se habla de segunda venida en sentido catequético. Jesús no está ausente, la resurrección no inaugura un vacío cristológico, él ejerce un señorío en la historia manifestado en la vida comunitaria y sacramental, es decir “vas a misa porque Jesús es Señor”.

 Existe una sola venida de Jesús en tres fases:

 1-Fase de entrada: Jesús se revela como siervo.

2-Fase simbólica: Jesús se revela como hermano (podemos decirle a Dios Padre), revela su presencia            como Señor.

3-Fase Parusía: Jesús se revela en su gloria y majestad.


 Actualmente Cristo no coexiste con nosotros en condición de fragilidad sino como Señor reinante y glorioso pero nuestra fragilidad nos impide verlo, pero que al final de la historia su manifestación gloriosa será vista por todos. La tensión hacia la Parusía nos da el criterio para afirmar que el cristianismo es la religión de la presencia. En la liturgia se hace presente palpablemente por medio de los ministerios, esa presencia se da en todo momento y no es que solo cuando se le invoca; se hace presente sin el uso de palabras ya que no son condición para ello, si se pensara que son necesarias de pronunciar esas palabras sería un conjuro, es Cristo mismo quien se hace presente y no las palabras pronunciadas. En la liturgia el cristiano está tan consciente de la presencia de Cristo que hasta se materializa esa presencia no por acción del hombre sino de Dios. El acto de fe más profundo de fe del cristiano no es creer en lo que Dios puede hacer sino saber que Dios lo está haciendo.

  

Preguntas que genera el tema:

  ¿Qué sucede con el mundo material una vez dada la Parusía, desaparece?

 

Fuentes complementarias:

 González, J, 2016, La humanidad nueva. Editorial Sal Terrae, España.

 Latuorelle R-Fisichella R, 1992, Diccionario de Teología Fundamental. Editorial San Pablo, Madrid.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


lunes, 20 de julio de 2020

LECCIÓN 10. ¿Qué hace Dios mientras se cumple la consumación de la historia?



La lección de la semana pasada culminó con la expresión ¡Maranathá!, entendida como confirmación de la presencia del Señor en medio de su pueblo, Dios que siempre y en todo momento actúa. Pero esto no significa que Dios es quien hará todo y sustituya la responsabilidad del ser humano.

 En los inicios del cristianismo Pablo tenía la convicción que la Parusía del Señor se daría en cualquier momento, por eso invitaba a los creyentes a dejar sus tareas confiando en la acción plena de Dios.



Hermanos, os digo esto: el tiempo es corto. Por tanto, en lo que queda, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen; 30 y los que lloran, como si no llorasen; y los que se alegran, como si no se alegrasen; y los que compran, como si no poseyesen; 31 y los que disfrutan de este mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa. (1 Co 7, 29-31) 


Implementar el deseo de Pablo cuando escribió a los Corintios puede llevar a cierta pasividad, creer que todo pasará pronto y que nada puede hacer el hombre deja a Dios como el total responsable de la historia, con el peligro que si fuera así entonces la libertad y el accionar del ser humano dejarían de existir.  Al pasar el tiempo y al ver que el advenimiento esperado no llegaba el mensaje de Pablo cambia.

 

Por eso hemos recibido de vuestra parte, hermanos, gracias a vuestra fe, un gran consuelo en medio de todas nuestras adversidades y tribulaciones: ahora sí vivimos, ya que permanecéis firmes en el Señor. ¿Y cómo podremos dar gracias suficientes a Dios por toda la alegría que nos proporcionáis y con la que nos gozamos por vosotros ante nuestro Dios? Le rogamos noche y día, sin cesar, que podamos veros y completar lo que falta a vuestra fe. Que Dios mismo, nuestro Padre, y nuestro Señor Jesús, dirija nuestro camino para poder veros; y que el Señor os colme y os haga rebosar en la caridad de unos con otros y en la caridad hacia todos, nuestro Padre, el día de la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos. Amén.(1 Tes 3, 7-13).

 

 La esperanza del cristiano no radica en que sus sueños se cumplan sino en saber que Dios está en toda circunstancia conmigo. El criterio personal  no es  la medida de Dios, no es que Dios sea bueno porque cumple lo que pida la gente. La verdadera esperanza del cristiano no es una alegría eufórica pasajera sino que experimenta en la paz como regalo de Dios, no es la ausencia de adversidad sino el equilibrio de vida.

 

Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra comprensión sea patente a todos los hombres. El Señor está cerca. No os preocupéis por nada; al contrario: en toda oración y súplica, presentad a Dios vuestras peticiones con acción de gracias. Y la paz de Dios que supera todo entendimiento custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.  (Fil 4,4-7).

 

 

El cristiano está llamado a encarar la tribulación no a evadirla, y mucho menos a responsabilizar a Dios por los problemas o la solución de los mismos. De lo contrario el cristianismo se convertiría en opio para la vida de los creyentes. La visión escatológica cristiana considera que Dios está siempre presente, en las buenos y en los malos momentos, no es que a veces “me hace caso y otras no”, Dios es Dios no es un ídolo pagano al que se le pide únicamente a cambio de recibir; la fe cristiana parte de la vida del ser humano como hijo de Dios en la que el Padre siempre actúa para bien de los que le aman (cfr. Rom 8, 28) pero el ser humano no debe evadir su responsabilidad en la historia.

 

Pero no sólo esto: también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Una esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado. (Rom 5, 3-5)

  

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que también nosotros seamos capaces de consolar a los que se encuentran en cualquier tribulación, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios. Porque, así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así abunda también nuestra consolación por medio de Cristo. Pues, si somos atribulados, es para consuelo y salvación vuestra; si somos consolados, es para vuestro consuelo, que muestra su eficacia en la paciencia con que soportáis los mismos sufrimientos que nosotros. Y es firme nuestra esperanza acerca de vosotros, porque sabemos que así como sois solidarios en los padecimientos, también lo seréis en la consolación. (2 Co 1, 3-7)

 

En la historia de la Iglesia se ha tratado poco el tema de la Parusía y el final de la vida humana, en el IV Concilio de Letrán ( año 1215) y en el II Concilio de Lyon (año 1274), en este segundo el Papa Gregorio X proclama:

 

Y si verdaderamente arrepentidos murieren en caridad antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por sus comisiones y omisiones, sus almas son purificadas después de la muerte con penas purgatorias o catarterias, como nos lo ha explicado Fray Juan ; y para alivio de esas penas les aprovechan los sufragios, de los fieles vivos, a saber, los sacrificios de las misas, las oraciones y limosnas, y otros oficios de piedad, que, según las instituciones de la Iglesia, unos fieles acostumbran hacer en favor de otros.

 

Mas aquellas almas que, después de recibido el sacro bautismo, no incurrieron en mancha alguna de pecado, y también aquellas que después de contraída, se han purgado, o mientras permanecían en sus cuerpos o después de desnudarse de ellos, como arriba se ha dicho, son recibidas inmediatamente en el cielo. (Denzinger-Hünerman, 2000, n° 856-858)


 


Mucho más adelante, en el siglo XX, el Concilio Vaticano II retomará el tema de los últimos días en su Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium” en sus numerales 48 y 49:


LG48. La Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en la cual conseguimos la santidad por la gracia de Dios, no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cf. Hch 3, 21) y cuando, junto con el género humano, también la creación entera, que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef 1, 10; Col 1,20; 2 P 3, 10-13).

Porque Cristo, levantado sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos (cf. Jn 12, 32 gr.); habiendo resucitado de entre los muertos (Rm 6, 9), envió sobre los discípulos a su Espíritu vivificador, y por El hizo a su Cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación; estando sentado a la derecha del Padre, actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a la Iglesia y, por medio de ella, unirlos a sí más estrechamente y para hacerlos partícipes de su vida gloriosa alimentándolos con su cuerpo y sangre. Así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la misión del Espíritu Santo y por El continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, mientras que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos encomendó en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Flp 2, 12).

La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros (cf. 1 Co y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y en cierta manera se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. Pero mientras no lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva, donde mora la justicia (cf. 2 P 3, 13), la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas, que gimen con dolores de parto al presente en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 19-22).

Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el Espíritu Santo, que es prenda de nuestra herencia (Ef 1, 14), con verdad recibimos el nombre de hijos de Dios y lo somos (cf. 1 Jn 3, 1), pero todavía no se ha realizado nuestra manifestación con Cristo en la gloria. Por tanto, «mientras moramos en este cuerpo, vivimos en el destierro, lejos del Señor» (2 Co 5, 6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rm 8, 23) y ansiamos estar con Cristo (cf. Flp 1, 23). Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Co 5, 15). Por eso procuramos agradar en todo al Señor (cf. 2 Co 5, 9) y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y resistir en el día malo (cf, Ef 6, 11-13). Y como no sabemos el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor, que velemos constantemente, para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Hb 9, 27), merezcamos entrar con El a las bodas y ser contados entre los elegidos (cf. Mt 25, 31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cf. Mt 25, 26), ir al fuego eterno (cf. Mt 25, 41), a las tinieblas exteriores, donde «habrá llanto y rechinar de dientes» (Mt 22, 13 y 25, 30). Pues antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer «ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada uno de las obras buenas o malas que haya hecho en su vida mortal» (; y al fin del mundo «saldrán los que obraron el bien para la resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de condenación» (Jn 5, 29; cf. Mt 25, 46). Teniendo, pues, por cierto que «los padecimientos de esta vida son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros» (Rm 8, 18; cf. 2 Tm 2, 11- 12), con fe firme aguardamos «la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tit 2, 13), «quien transfigurará nuestro abyecto cuerpo en cuerpo glorioso semejante al suyo» (Flp 3, 12) y vendrá «para ser glorificado en sus santos y mostrarse admirable en todos los que creyeron» (2 Ts 1,10).

LG49. Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de sus ángeles (cf. Mt 25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas (cf. 1 Co 15, 26-27), Ef 4, 16). La unión de los viadores con los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la comunicación de bienes espirituales. Por lo mismo que los bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que ella ofrece a Dios aquí en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación (cf. 1 Co 12, 12-27). 2 Co 5, 8), no cesan de interceder por El, con El y en El a favor nuestro ante el Padre, ofreciéndole los méritos que en la tierra consiguieron por el «Mediador único entre Dios y los hombres, Cristo Jesús1Tm 2, 5), como fruto de haber servido al Señor en todas las cosas y de haber completado en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24). Su fraterna solicitud contribuye, pues, mucho a remediar nuestra debilidad.


 

Estos numerales de la Lumen Gentium hacen referencia a la continua vigilancia de la vida cristiana, el cristiano ha de saber que se encuentra en camino hacia la plenitud cuando Cristo venga en la majestuosidad de su Gloria a plenificar su obra comenzada. Por tanto, el creyente no está a la espera de lo que Dios va a hacer sino que se encuentra participando de lo que Dios está haciendo en la historia a través de las acciones humanas.

 El Concilio Vaticano II también orienta en cuanto al criterio  para vivir en la esperanza de la venida escatológica  de Cristo, en el decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia:

 

El tiempo de la actividad misional discurre entre la primera y la segunda venida del Señor, en que la Iglesia, como la mies, será recogida de los cuatro vientos en el Reino de Dios. Es, pues, necesario predicar el Evangelio a todas las gentes antes que venga el Señor (Cf.Mc., 13,10).

La actividad misional es nada más y nada menos que la manifestación o epifanía del designio de Dios y su cumplimiento en el mundo y en su historia, en la que Dios realiza abiertamente, por la misión, la historia de la salud. Por la palabra de la predicación y por la celebración de los sacramentos, cuyo centro y cumbre es la Sagrada Eucaristía, la actividad misionera hace presente a Cristo autor de la salvación.

Libera de contactos malignos todo cuanto de verdad y de gracia se hallaba entre las gentes como presencia velada de Dios y lo restituye a su Autor, Cristo, que derroca el imperio del diablo y aparta la multiforme malicia de los pecadores. Así, pues, AG 9).

  

Siempre bajo la misma tónica escatológica y porque lo que la Iglesia cree lo celebra, la liturgia manifiesta en el culto divino la tensión entre la vida presente y la esperanza en el más allá.

  




En la Liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero, cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra vida, y nosotros nos manifestamos también gloriosos con El. (SC 8).

 

 

La presencia de Dios en la historia es constante, no es que solamente cuando “se le invoca” es que Dios viene a la vida del hombre, en este sentido los sacramentos son signos que permiten hacer experiencia del actuar de Dios. Por eso la acción sacramental implica siempre una acción material. No es que Dios me va a perdonar, es que Dios me perdona; no es que Dios va a venir sino que Dios está aquí y la eucaristía me muestra materialmente su presencia.

 La materialización es necesaria porque en la dimensión histórica el ser humano entiende mediante la materialización. La Iglesia evidencia las acciones de Dios por ser ella misma sacramento, concreción histórica. Dios actúa a través de la Iglesia, no es el sacerdote quien perdona pecados es Dios por medio del ministro sagrado. Los signos muestran que estamos dentro de una potenciada, es decir estos son elementos que muestran un nivel de perfección.

El saber que un fin de la historia establece un punto límite, el hombre no está encaminado hacia un vacío sin sentido sino a una meta programada, si hay algo que inicia la creación también hay algo que previene su final. La historia tiene un alfa y sabemos que es así porque precisamente tuvo un inicio y de la nada no puede surgir algo; ninguna realidad surge por sí misma sino que surge de una realidad consciente y pensante, esa realidad es Dios.

 De manera que si Dios es la realidad pensante que hace las cosas todo lo creado tiene una intención, el existir no es algo fortuito, así que todo tiene un fin un punto omega hacia donde llegar. Se el ser humano olvida que hay un fin cae en el error de eternizar el presente que no es perfecto no es otra cosa que desentenderse del plan de Dios;  por tanto eternizar el presente es rechazar a Dios, eternizar la condición de insatisfacción eso es el infierno.

 


 Índole escatológica de Iglesia militante y su unión con iglesia celestial










Preguntas que genera el tema:

¿Si los bienaventurados gozan del cielo y alaban a Dios en todo momento, cómo es que interceden por las necesidades de quienes aún tienen una vida terrenal?

¿Cuál es la diferencia entre juicio particular y juicio universal?

¿Al morir la persona es sometida al juicio que decide su destino ultraterreno o está en un estado intermedio mientras llega la consumación de los tiempos?


 Fuentes complementarias:

 

Decreto “Ad gentes” sobre la actividad misionera de la Iglesia, recuperado de:

http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decree_19651207_ad-gentes_sp.html

 

Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium”, recuperado de:

http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19641121_lumen-gentium_sp.html

 

Constitución “Sacrosanctum Concilium” sobre la Sagrada Liturgia, recuperado de:

http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19631204_sacrosanctum-concilium_sp.html

 

Denzinger-Hünermann, 2000, El magisterio de la Iglesia. Editorial Herder, Barcelona.

 

Índole escatológica de Iglesia militante y su unión con iglesia celestial. Recuperado de:


 


martes, 14 de julio de 2020

LECCIÓN 9. ¿Qué relación hay entre las alianzas de Dios con Israel y la Parusía?

La palabra Parusía es un término helenista, en el Antiguo Testamento no se menciona el término como tal, pero si se da una desarrollo teológico que va marcado en los acontecimientos del pueblo de Israel que van desarrollando la comprensión del misterio de Dios. 

 

Parusía: proviene del griego

 

En el Antiguo Testamento se dieron hitos también llamados “alianzas” que se agrupan en básicamente dos tipos: alianzas permanentes (Dios es el garante) y las alianzas que dependen de la voluntad del hombre. En estos hitos se aprecian las “parusías”, la presencia del Señor en favor de su pueblo.

 



Alianza con Noé: 

Es una alianza permanente pues Dios mismo es quien da garantía que lo prometido nunca se romperá (Gn 9, 8-11).

 


Alianza con Abraham:

Quien firma la Alianza es Dios mismo, es el que pasa en medio de los animales partidos a la mitad. Abraham es tomado como modelo de fe por ser capaz de ofrecer en sacrificio su hijo a Dios (Gn 22,1-19). El cordero que sustituye a Isaac es imagen de Jesús quien no tendrá sustituto. La promesa hecha a Abraham es unidireccional por parte de Dios.

 



Alianza con Moisés en el Sinaí:

Esta alianza se rompió pues el pueblo no fue capaz de mantenerla, es una alianza que se apoyaba en la fidelidad del pueblo. Se mantendría vigente mientras el pueblo cumpliera las normas establecidas por Dios.

 



Entonces el Señor dijo a Moisés: — Anda, baja porque se ha pervertido tu pueblo, el que sacaste del país de Egipto. Pronto se han apartado del camino que les había ordenado. Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él; le han ofrecido sacrificios y han exclamado: «Éste es tu dios, Israel, el que te ha sacado del país de Egipto». Y dijo el Señor a Moisés: — Ya veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. (Ex 32,7-9).

 

Alianza davídica-mesiánica:

Es una alianza permanente en la que Dios se compromete a que de la casa de David saldrá el descendiente que mostrará fidelidad plena a Dios. Así las cosas, era imposible que el Mesías no fuera el mismo Dios encarnado. Jesús es el único que libre del pecado se muestra fiel al proyecto del Padre para la humanidad. En Jesús no se muestra lo que Dios puede hacer sino lo que hombre puede hacer cuando se deja guiar por Dios.

 

La alianza que hace Dios con el hombre al encarnarse, hablarle con palabras humanas (DV12), pasar por la cruz y la resurrección está marcada por la perpetuidad, es la que inaugura los últimos tiempos; no hay nada más que esperar, en Cristo se ha inaugurado la plenitud la esperanza más excelsa en la que el hombre se ve inserto, vive “el ya pero todavía yo” y camina hacia la consumación perfecta.

 

  

La Parusía entendida como el advenimiento de Cristo lo intuían los profetas, la figura del “hijo de hombre” en el libro de Daniel (Dn 7) es la clara muestra de la ley de dilación de la que habla la teología, el profeta expresa con sus palabras un adelanto de lo que vendrá. Identifica al mesías como un hijo de la humanidad pero al mismo tiempo con características celestiales.

 

El Hijo del hombre recibe del anciano sentado en el trono del imperio, todo el honor y la autoridad para gobernar sobre todas las naciones y lenguas, su alcance es universal y por tanto tiene efecto sobre toda la creación y no solo sobre el pueblo de Israel. Esta intuición es un salto muy grande para la época, tomando en consideración que el escrito final del libro recopila redacciones del siglo V al II antes de Cristo (cfr. Vázquez,2019, pág. 219).

 

El Nuevo Testamento está sustentado siempre como el advenimiento glorioso de Cristo como Señor al final de los tiempos. Dentro del marco del Nuevo Testamento la parusía siempre se asocia al fin de la historia. Y aunque en los textos sagrados encontremos la expresión fin del mundo, no es el fin de la creación sino el fin de la transitoriedad de esta creación. No alude nunca a la destrucción sino que hace referencia a una dimensión de plenitud.

 


No queremos, hermanos, que ignoréis lo que se refiere a los que han muerto, para que no os entristezcáis como esos otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual manera también Dios, por medio de Jesús, reunirá con Él a los que murieron. Así pues, como palabra del Señor, os transmitimos lo siguiente: nosotros, los que vivamos, los que quedemos hasta la venida del Señor, no los que murieron en Cristo; después, nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados a las nubes junto con ellos al encuentro del Señor en los aires, de modo que, en adelante estemos siempre con el Señor. Por tanto, animaos mutuamente con estas palabras.

 

La Parusía en el Nuevo Testamento es llamada el Día del Señor, es una transposición al Día de Yahveh, evidenciando así una clara continuidad que lleva a afirmar el inicio de la consumación de una obra iniciada, una nueva creación que encuentra su plenitud de modo que el hombre no vive para la eternidad sino que vive en la eternidad.

 

Día del Señor:

El día del Señor en el Nuevo Testamento es el “día del Hijo del hombre”, el que se espera para el fin de los tiempos es Jesús glorificado bajo los rasgos del Hijo del hombre (Lc 17, 24ss). Jesús utiliza aquí las descripciones clásicas del AT, con el aparato de teofanías grandiosas, especialmente en el “apocalipsis sinóptico” (Mt 24 p). Aquí se reconocen los elementos guerreros (24,6ss), cósmicos (24,29), el sobresalto de los idólatras (24,15), la selección del juicio (24, 37-43), el carácter súbito, imprevisible del día que viene (24,44). En una palabra, el Nt conoce como el AT un día que marcará el triunfo de Dios por su Hijo Jesús. Entonces tendrá lugar el restablecimiento de todas las cosas ( Hch 1,6; 1.19s), con miras a la salvación (1 Pe 1,4s), que verá la transformación gloriosa de nuestros cuerpos (Flp 3,20s).

 

El cristianismo vive con la esperanza que este acontecimiento se va a dar, la realidad está siendo continuamente transformada hasta llegar a la consumación denominada Parusía, no es alimentar la confianza en que Dios libra de alguna situación sino que en determinada circunstancia Dios siempre está haciendo algo; el teólogo protestante Jürgen Moltmann dijo “la esperanza radica en saber que todo no está en nuestras manos”.

 

El deseo de la Iglesia primitiva no pierde vigencia, Maranatha no es una petición para que Dios venga, es una confesión de fe “Jesús está aquí”.


Preguntas que genera el tema:


¿Cómo se transforma la fe de los primeros cristianos de esperar en una intervención de Dios en la historia a esperar la Parusía?

¿Al no llegar pronto la Parusía esperada en la iglesia primitiva, cuáles elementos son los que hacen mantener la esperanza?


Referencias complementarias:

 

Constitución dogmática Dei Verbum sobre la Divina Revelación.

Recuperado de:

http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19651118_dei-verbum_sp.html

 

Léon-Dufour, X. (1972). Vocabulario de Teología Bíblica, Editorial Herder, Barcelona.

 

Léon-Dufour, X. (2002). Diccionario del Nuevo Testamento, Editorial Desclée Brouwer, España. 

 

Vásquez, J. (2019). Guía de la Biblia, Editorial Verbo Divino, España.

 


LECCIÓN 13. ¿Cómo será la resurrección de los muertos?

La lección pasada concluye con una idea totalmente nueva para la mayoría de los cristianos: “Dios no condena a nadie, es el mismo hombre qui...